Autora: Mª Teresa Pérez Calvo.
En el mes de junio, a punto ya la primavera de abandonar su ciclo de humedad fecunda, los días amanecían claros y radiantes. El sol primaveral acariciador, daba paso a uno nuevo que golpeaba vigoroso anunciando la proximidad del verano. Atrás quedaban los brotes tiernos. El aire venía impregnado del aroma de los trigos empezando a madurar, de amapolas fatigadas. La fragancia de las flores se mezclaba con el olor del tomillo y el romero. La luz del sol arrancaba destellos agrisados de los guijarros clavados en el polvo.
Para los niños era el ansiado comienzo de las vacaciones. A partir de entonces, mi vida transcurría la mayor parte del día en la calle. En la plaza, centro social del pueblo, nos juntábamos chicas y chicos para jugar al marro, a la comba, al pañuelo, a tres aviones van por el mar…
Luego al atardecer, cogíamos los botijos y nos Íbamos a por agua a la fuente. A lo largo del camino, en la ladera de una montaña se hallan enclavadas las bodegas, donde el vino reposaba en amplias tinajas y en la cima permanece incrustada una gran cruz de madera que se cierne sobre el pueblo, ofreciendo amparo y protección. En las bodegas siempre había gente compartiendo un trago de vino. A esas horas, mi abuelo Sebastián y su amigo el tio Casildo salían todas las tardes a merendar y echar un trago. A la ida los saludaba desde e l camino y a la vuelta les ofrecía agua fresquita (aunque ellos preferían el vino). El camino desemboca en una fuente con cuatro caños levantada al pie de una gran roca, de agua fresca y cristalina. Allí permanecíamos hasta contemplar el horizonte del cielo ponerse color rojizo, por el ocaso del sol, y que nosotros ¡cosas de niños! decíamos que la Virgen estaba planchando.
Muchas noches del verano, aprovechando la claridad de la Luna entrábamos a los huertos a robar fruta, que casi siempre era del padre de alguno de nosotros. El cielo estaba cuajado de estrellas rutilantes que parecían enviarnos guiños de complicidad. El canto del grillo y el de la chicharra llegaban cercanos hasta nosotros y diminutas luciérnagas brillaban refulgentes en la oscuridad. Las chicas nos las poníamos en el pelo. Sus destellos verdosos eran como pequeñas esmeraldas que adornaban nuestra cabeza. ¡Qué maravillosos años! ¡Qué amplio veía yo el horizonte a pesar de tenerlo tan reducido!
¡Y cómo olvidarme de aquellas tardes de costura al sol! En el “corralillo» o en el patio de la tia Sebastiana » o de “la Manolilla», las mujeres del barrio alto se reunían para repasar la ropa. Había prendas con tal cantidad de remiendos y apaños, que era imposible adivinar cual de aquellos parches correspondía a su origen primitivo. En estas tardes de armonía dicharachera, se confeccionaban excelentes trajes a medida y sin necesidad de ningún retal.
A finales del mes de junio íbamos de romería a una ermita situada en lo alto de una sierra, que pertenece al sistema montañoso del Moncayo, a tres horas de distancia del pueblo. Había quien recorría el trayecto andando y otros montados a lomos de borriquillos adornados con campanillas que dejaban oír su sonido alegre y tintineante a lo largo del camino. Los mayores cantaban pasándose unos a otros la bota de vino у alguno al dar un traspiés, decía riendo que era por las piedras. Una vez que llegabas a la cima la ermita era enorme. Decían que tenía tantas habitaciones como días tiene e l año. Al fondo de la entrada estaba la capilla. Era pequeña, oscura y en el altar a ambos lados se hallaban dos hileras de brazos, piernas, manos… de cera colgando, que los devotos ponían a la Virgen por algún favor otorgado. A mí…, ¡he de confesarlo! me daba un poco de miedo.
Durante la mañana se celebraba la misa. Al ser la capilla tan reducida, no cabía toda la gente, ya que, a la romería llegaban de todos los pueblos vecinos, entonces se abrían las puertas que daban al patio y allí se colocaba cada uno como mejor podía. Al finalizar la misa cantaba una señora que poseía una voz maravillosa, y que a mí particularmente me causaba una honda emoción. Tras el cántico, se irrumpía en aplausos y vivas a la Virgen de la Sierra.
La chiquillería en cuanto podíamos despistarnos de la vigilancia materna, nos dirigíamos a una de las laderas de la montaña, donde crecía un profuso césped que se extendía como una alfombra y nos deslizábamos por él montados en tablas de madera. Desde allí veíamos a nuestros pies enormes nubes de algodón que se trasladaban viajeras empujadas por el viento. Los pueblos se divisaban a lo lejos, tan diminutos, que parecían casitas de gnomos sacadas de un libro de cuentos. ¡Qué bien lo pasábamos de niños! ¡Toda nuestra vida era un juego!
En este mismo mes, el día de la Santísima Trinidad, con siete años cumplidos, celebré mi Primera Comunión. ¡Qué día tan maravilloso, emotivo y alegre! Recuerdo las almidonadas enaguas que servían de armazón para mantener el vuelo del vestido, tan blanco, tan vaporoso, tan radiante, que me hacía sentir como una pequeña princesita. La diadema de flores de donde caía el velo que cubría mi rostro, aquellos bonitos zapatos… todo blanco, todo inmaculado, y dentro de mi pecho una emoción desbordada de alegría. En la iglesia de rodillas sobre una silla forrada con una sábana blanca, adornada con lindas rosas, que aromatizaban mi entorno con su exquisita fragancia, yo leía mi pequeño misal y escuchaba a D. Cirilo, el cura, atenta y nerviosa; mientras en mi interior crecía un ferviente deseo: Sería a partir de entonces, una niña buena, muy buena… (pero mi inquietud y travesuras me jugarían alguna mala pasada).
Mi casa se había preparado para recibir a todos los parientes. La sala que era la habitación más grande quedó habilitada como la de un restaurante. El día anterior a la celebración, mi madre y abuelas lo habían pasado en la cocina elaborando e l delicioso menú. La comida resultó de lo más amena y como colofón se cantaron unas joticas. Mi abuelo Sebastián enseguida se arrancó con el «Te acuerdas, maña, te acuerdas/ del día que nos casamos/ que se nos rompió la cama/ y a pocas nos esnucamos…”
En todas las celebraciones a las que asistía, cantaba siempre esta coplilla y otra que él llamaba la canción del revés. Recuerdo que tuve muchos regalos y una gran caja de deliciosos bombones que compartí con mis primos. Fui la protagonista de un día inolvidable.
Al pueblo venía dos veces a la semana Pepe, el panadero de Calcena, a traernos el pan. También lo subían a diario de Jarque junto con el correo, pero no era tan bueno. Así mismo, cada cierto tiempo llegaban los sardineros. Uno era “el Pillín» de Villarroya y otro el Sr. Manolo que venía de Zaragoza. Las mujeres acudían al oír el bando que el alguacil con su corneta repetía por las calles del pueblo: «Se hace saberrrrr que en la plazaaaa…” Llegaban presurosas y tras mirar el género repetían siempre la misma pregunta: «¿Están frescas?» obteniendo siempre la misma respuesta: «Fresquísimas» ¡Qué iban a decir!
Un par de veces al año veíamos llegar a los charlatanes. Apenas el gran furgón estacionaba en la plaza, un potente altavoz anunciaba la mercancía. Lotes de mantas de Palencia, toallas, sábanas y un largo etcétera, eran ofrecidos por el locuaz parloteo del vendedor.
Para nosotros los niños, estas intrusiones servían para romper la monotonía diaria y no perdíamos detalle de cuanto acontecía. A veces no dejaba de sorprenderme con los visitantes que llegaban a este apartado pueblo.
En una pequeña caravana de carretas hacían su aparición los gitanos con su numerosa prole. Durante al menos una semana, a la entrada del pueblo, veíamos corretear a los gitanillos con sus cuerpecitos morenetes y desnudos, y sus caritas picaruelas y tra- viesas. Las gitanas con su vistosa indumentaria se acercaban hasta la balsa. Allí se lavaban y peinaban adornando su endrina cabeza con llamativas peinetas. Luego ayudaban a sus maridos a fabricar cestos de mimbre y se internaban pueblo adentro para venderlos. Eran buena gente y vinieron durante muchos años.
Un día llegó una familia de artistas del circo. Realizaron su exhibición en el salón del baile. Todo el pueblo acudió y hubo un poco de todo: Equilibrio, malabarismo, humor, hasta un joven tendido sobre trozos de vidrio puntiagudos, aguantando el peso de un compañero encima de su abdomen sin recibir rasguño alguno. Para la mayoría de los allí presentes era la primera vez que contemplábamos un espectáculo semejante y quedamos bastante impresionados.
Con el mes de julio llegaba la siega. Los campos de dorados trigales ofrecían una febril actividad. Hombres y mujeres inclinaban sus cuerpos doblegados y rendidos, bajo un sol que arrojaba olas de lumbre. En medio de la amarillenta sequedad movían sus brazos acompasados portando sus míticos atributos: la hoz ancestral y simbólica y la zoqueta. El sombrero de paja ofrecía una leve protección a sus cabezas y por sus rostros curtidos corrían hilillos de sudor. El botijo de agua resguardado a la sombra ofrecía alivio por unos segundos a sus resecas gargantas. Una vez formadas las gavillas, eran acarreadas hasta la era para su posterior trilla.
Recuerdo que mi padre extendía la parva en amplio círculo y enganchaba el trillo a la pareja de machos. Luego sobre el tablón de madera provisto en su base de pedernales, cogía las riendas de los animales los cuales emprendían veloz carrera fustigados por la zurriaga, que cortaba el aire con su silbido. Cuando la parva estaba bastante trillada, mi padre me dejaba montar en el trillo. ¡Cómo disfrutaba yo con aquella improvisada noria!
Después con la máquina de aventar se separaba la paja del trigo. El tamo se pegaba a los cuerpos sudorosos como una segunda piel. Con una media, que era como un cajón alargado de madera, se medía la cantidad de trigo que se había recogido. También había otros recipientes de medida como eran: el almud, que equivalía a un celemín y la fanega que tenía doce celemines. En los últimos años traían al pueblo una moderna máquina de trillar, que agilizaba bastante esta ardua tarea.
Un año la oscuridad de la noche se vio irrumpida por un potente resplandor que surgía de las eras. Alguien dio la voz de alarma: «¡Un incendio!» Rápidamente todo el pueblo se movilizó. Desde la balsa formaron una cadena humana que pasaba pozales con agua. Era el pajar del «tio Vitorián”, en el que ardía la cosecha de trigo y cebada de aquel trágico año. Desde la puerta del “tio Casildo» yo veía la gran humareda y las llamas anaranjadas sobresalir por encima del tejado. Era un espectáculo dantesco. En días sucesivos, las calles del pueblo se cubrieron de briznas de ceniza, que el aire arrastró junto con el olor de la paja quemada. Parece ser que fue intencionado. Alguna vieja rencilla convirtió a alguien en un nuevo Nerón. Todo el esfuerzo de un año convertido en cenizas por una mezquina venganza. ¡Lamentable!
A mediados de agosto se celebraban las fiestas de S. Roque de forma más sencilla que las principales. También había roscones y procesión, pero sin orquesta. Sólo por la tarde era una tradición ir las familias a merendar a las bodegas.
Años más tarde comenzó el fenómeno migratorio a la ciudad y el pueblo quedo vacío, desolado y triste. Aunque ahora vivo muy lejos, siempre que puedo regreso. ¡Está tan cambiado! Han puesto el agua corriente y arreglado las casas para pasar los veranos. Las calles están cubiertas por una capa de cemento. ¡Se nota que ha mejorado! pero yo echo de menos aquel bullicio de gente, ahora todo es silencio y al pasear por las calles voy buscando los recuerdos y siempre subo a la escuela y en mi pupitre me siento, cierro los ojos y me parece estar viendo cuando cantábamos la tabla de multiplicar con aquella musiquilla machacona. Una punzada de nostalgia invade todo mi cuerpo. A mi alrededor sólo hay polvo, telarañas y las paredes en mudo silencio…
Aquí termino esta desbaratada baraja de recuerdos que cual una fuente ha ido fluyendo. No están todos evidentemente, son muchos los que van desapareciendo devorados por las brumas del olvido, y otros permanecen en el interior negándose a salir a la luz. Pero todos ellos forman parte de un periodo inmensamente feliz que ya queda un poco lejos. Aquellos tiernos años de la infancia…
DEDICADA A OSEJA
Calles tortuosas, de duro empedrado
arterias de un pueblo, hijo del Moncayo.
De blanco encalado las casas pintadas
con flores que alegran sus sobrias fachadas.
Unas desafían el paso del tiempo
mientras otras reblan y quiebran sus cimientos.
El cierzo atraviesa rendijas y huecos
dejando a su paso quejidos y lamentos.
El ocre y verde se mezclan
de campos, montes y huertos
y remontan las alturas
con majestuoso vuelo
las más variopintas aves
que alegres surcan los cielos.
En la ladera del monte
como fauces que haya abierto
la Madre Tierra, están:
las bodegas de mi pueblo.
Y al pie de gigantes rocas
por cuatro caños de hierro
brota «La Fuente de Oseja»
entre murmullos al viento
pura, fresca y cristalina
para aliviar al sediento.
Oseja, mi pequeño «gran pueblo»
aunque esté lejos de aquí
yo siempre te llevo dentro.