Autora: Mª Teresa Pérez Calvo.

Pasadas las Navidades el invierno se endurecía. Las heladas seguían a las nevadas, de modo que era difícil andar por la calle sin exponerse a frecuentes resbalones. Claro que para mí no era ningún problema, acostumbrada como estaba a medirme con el duro empedrado del suelo.

Se acercaban las fiestas de San Blas y en todas las casas del pueblo las mujeres elaboraban una deliciosa bollería. El horno de mi abuela Consuelo se llenaba de bandejas de magdalenas, mantecados, panetes, tortas de aceite… El aroma dulzón que desprendían suscitaba mis apetencias gástricas y esperaba impaciente su cocción para degustarlas.

-No te las comas calientes, te van a hacer daño -coreaban al unísono mis dos abuelas.

Pero yo hacía oídos sordos y cogía soplando las magdalenas ¡Estaban deliciosas! Y sólo cuando mi madre decía ¡basta! salía por pies por si las moscas.

Las fiestas se estrenaban ruidosas y alegres. La gente del pueblo acudía a la iglesia luciendo sus mejores galas. También ésta aparecía engalanada y limpia. Los manteles mostraban su blancura inmaculada, los candelabros proyectaban destellos dorados y sobre ellos se elevaban volutas de humo procedentes de las velas. El olor de la cera quemada se mezclaba con el proveniente del incensario, que de forma rítmica agitaba el cura. La Virgen situada a la izquierda y San Blas a la derecha presidían el templo, adornados con roscones nevados cubiertos de coloridos confites. Fervorosos cánticos y salmos inundaban la Iglesia. Los corazones vibraban al unísono embriagados por velada emoción. La procesión por las calles se iniciaba bajo el son de la orquesta. Cuatro mujeres transportaban a la Virgen y cuatro hombres a San Blas. Aquellos a los que aquel año les había tocado el turno del santo. Las comidas también eran de auténtica fiesta, no en vano se había sacrificado un cordero y las mujeres habían desplegado toda la exquisitez de sus artes culinarias.

Por la tarde las charangas recorrían las calles arrastrando a su paso a chicos y grandes. Recuerdo especialmente un año que colocaron una soga de un balcón a otro de la plaza, y que colgaron en ella pucheros de barro llenos de agua, ceniza, perras gordas, y un largo etcétera. Los aguerridos mozos con los ojos vendados y un gran palo largo, agitaban sus brazos en el aire probando su puntería y obteniendo, una vez hecho añicos el puchero, el contenido sobre sus cabezas entre la algazara de los allí presentes.

A mi memoria acude con toda nitidez, la mesa a la que estaban sentados en chocante contraste «el Valerillo», menudo y enjuto, y «el Constantino» de Saviñán, grandón y fuerte, ambos con los ojos vendados intentaban darse chocolate de una sopera que tenían ante sí. ¡Qué divertido espectáculo! Su cara parecía un mapa territorial achocolatado. También hubo otra prueba en la que los mozos portaban una cuchara en la boca con un huevo, y con las manos en la espalda tenían que saltar la barandilla de la plaza, sin que se cayera. ¡Un poco brutos sí que eran, la verdad! El suelo quedaba cubierto de yemas estrelladas y claras pringosas.

Por la noche se abría el salón del baile y la orquesta amenizaba al personal hasta altas horas de la madrugada. Aquel mismo año entraron un borrico en el baile con un serón cubierto con una manta, al destaparla aparecieron unas rollizas y blancas nalgas que pronto enrojecieron con las zurras proporcionadas por la gente, que se moría de risa.

¡Fueron las mejores y más divertidas fiestas que yo he pasado! Sin duda alguna.

A la entrada del pueblo, en un recinto techado, está el lavadero con su zona para el fregado de la vajilla y en la parte de fuera el abrevadero para las caballerías. Toda el agua iba a parar a una gran balsa y era aprovechada para el riego de los huertos. El tiempo del lavado se convertía para las mujeres en una ocasión de chismorreo. Entre risas y susurros, las vidas ajenas burbujeaban en la espuma de la colada.

Con frecuencia se cortaba el agua, según donde tocara regar; entonces nos trasladábamos al «Cosero», al «Pasillo» o a las «Menonzas», donde mi tío Pepito tenía una balsilla de cemento, que en la época estival cuando estaba llena y mientras duraba el riego, los niños la utilizábamos como piscina.

En la época de lluvias crecía la fuente del Vallejo y formaba un pequeño riachuelo mue se deslizaba cantarín, ladera abajo de la montaña, hasta llegar al barranco. Las pozas que formaba en los pequeños remansos eran aprovechadas por las mujeres para, sobre unas pulidas losas, lavar la ropa, ya que, según decían era el agua más fina y no tenía el exceso de cal ni la dureza de la del lavadero. Por esta razón también resultaba excelente para la cocción de las legumbres. ¡Cuánta no habré acarreado yo con los pozales, siempre en compañía de mi amiga Paquita!

El Miércoles de Ceniza el cura fue dejando manchas grises sobre nuestras frentes y yo escuchaba fascinada el rito y la salmodia: «Polvo eres y en polvo te convertirás». Al salir de la Iglesia los chicos nos mirábamos sin atrevernos a tocar el misterioso tatuaje. Recuerdo que la maestra nos había explicado el terrorífico significado: «Cuando uno se muere se convierte en ceniza, se hace polvo. Y el cura nos recuerda que sólo somos eso, polvo, y cuando morimos volvemos al polvo para siempre…” Fue sin duda la primera revelación inevitable de la muerte.

Mi siguiente reflexión fue cuando murió la tia Joaquina, abuela de mi amiga Joaquinita. Con mi curiosidad insaciable me asomé a la alcoba y entonces la vi. Yacía en la cama inerte, con la lividez de la cera en sus rígidas facciones. Y entonces sentí la presencia de la muerte que flotaba en el aire enrarecido, en el murmullo de las mujeres rezando el rosario, en los suspiros acongojados y el eterno lamento, en los sollozos y las frases de rigor: «…no somos nada…” “…al fin descansa en la paz del Señor…, la pobre». Este primer careo con la muerte me encogió el ánimo y anduve mustia varios días.

(Antes de proseguir, quiero aclarar que en mi pueblo a todas las personas mayores se les decía el tio tal y la tia cual, pero así tal como suena, sin ningún tipo de acento. Todos los personajes a los que hago mención son nombrados tal y como se les llamaba.)

El pueblo, aunque pequeño, en los primeros años de mi infancia, tendría tres o cuatro años a lo sumo, disponía de tres tiendas. Una, la de la “Salamanquina”, estaba en el callejón, al lado de la casa de mi abuela Consuelo. Recuerdo que en su interior se abrían unas grandes hojas de madera a modo de puertas de armario, tras las cuales atendía a los parroquianos la dueña. La otra estaba situada en la plaza y era de Dª Aurora, la mujer de D. Ángel; y la tercera se hallaba al lado de mi casa, a la entrada del pueblo. Su dueña era Angelines, una joven del pueblo de Trasobares que se casó con «el Manuel» y se vino a vivir a Oseja.

Estas tiendas colocadas al norte, centro y sur, respectivamente del pueblo, tenían sin muchas pretensiones un poco de todo… Dos o tres años más tarde habían cerrado las tres. Fueron los primeros síntomas del fenómeno migratorio que sucedería más tarde. Entonces abrió «la Angeles» una, de las mismas características, pero añadiéndole el único bar que tuvo el pueblo. Media docena de mesas y sus respectivas sillas, junto con un largo mostrador de madera componían este recinto. Allí tenía lugar el punto de encuentro de los hombres para echar su partida de guiñote y olvidarse por unas horas de la fatiga del campo. Este local fue el primero en disponer de televisión y las tardes de los domingos se convirtieron para los niños en una auténtica fiesta. Tras hacer nuestro gasto de consumición, consistente en una bolsa de pipas, maíz, cacahuetes o el chicle en redonda espiral de Bazooka, con el que ejercitábamos nuestras mandíbulas, nos sentábamos ante la pequeña pantalla que ejercía para nosotros una fascinación increíble y disfrutábamos con los dibujos animados de los Picapiedra y de Félix el gato; o con los muñecos de Herta Frankel y las aventuras del Locomotoro, Valentina, el Capitán Tan y el tío Aquiles creadores de nuestros primeros mundos de ilusión y fantasía.

El bar y la tienda pasaron a manos de «la Sole» y como José Mari, su hijo, pertenecía a la pandilla, nos ponía la tele cuando se lo pedíamos, aunque no comprásemos nada. Era un buen chico, de rudos modales y gran corazón. Tenía un hermano pequeño, Toñín, un diablillo gracioso y desdentado que me proveyó de golosinas durante el tiempo que le dio por decir que yo era su novia. ¡Qué adorable criatura! ¡Era un auténtico torbellino!

Años más tarde se abrió el primer teleclub. Mi padre tenía el cargo de jefe de la Hermandad de labradores y Ganaderos; y recibía los primeros libros de la Editorial Salvat, junto con revistas agrarias y poco a poco se fue formando la biblioteca del citado teleclub.

A las afueras del pueblo se hallaban los corrales y las eras con sus respectivos pajares. Mi abuela Pía diariamente realizaba el trayecto hasta nuestro corral, para llevar la comida de los animales que teníamos y limpiar su habitáculo. Siempre que podía le ayudaba a transportar los pozales. Uno contenía agua y el otro la pastura de los cerdos. Ella limpiaba la choza, les ponía la comida y el agua limpia en la pila. Y yo esparcía el trigo a las gallinas en medio de su incesante cacareo. Luego recogía los huevos y esperaba que la abuela terminara de aviar a los revoltosos conejos. También teníamos una cabra, que nos proporcionaba la fresca leche del desayuno, pero se pasaba el día en el monte con el rebaño. Casi todos los años paría un chotillo. Eran preciosos, de pelo suave, trotones y revoltosos. Yo se lo llevaba en las calurosas tardes del estío, cuando el pastor traía el ganado a sestear al corral grande, para que lo amamantara. El chotillo me seguía dócil emitiendo tiernos balidos y a veces, lo cogía entre mis mazos sólo por sentir su tibieza y acariciarlo. Pero el pobre animalito en cuanto pesaba unos kilos, lo vendía mi padre con gran desconsuelo por mi parte. Así mismo en cuanto aprendí el manejo del ordeño, fui la encargada de realizarlo.

La abuela me aleccionaba en estos y otros menesteres mientras me contaba cosas de sus años jóvenes. Años duros y llenos de privaciones para ella. “…Yo era la mayor de siete hermanos, había días que no teníamos un mendrugo de pan que llevarnos a la boca… me ofrecía en las casas como lavandera o en lo que hiciera falta, a cambio de una hogaza de pan o de cualquier otra vianda, cualquier cosa venía bien ante la terrible hambruna que padecíamos. Durante la Guerra Civil mataron a mi hermano Esteban, el único que traía algo de dinero a casa… Cuando me casé, pensé que mi suerte cambiaria y así fue. Vivía modestamente, pero tenía mi propia casa, la que ahora vivimos, que la construyó mi marido, tu abuelo, al que no conociste; era muy apañao y trabajador, luego con tu madre mi dicha fue completa. Hasta que una mala bestia dio una coz en el vientre a tu abuelo y lo reventó. Bajando en la ambulancia camino de Zaragoza murió en mis brazos sin que yo pudiera hacer nada… se me quedó allí, en el camino… Con dieciséis años que tenía tu madre, tuve que salir adelante. Hacerme fuerte y dura para enfrentarme a esta vida que me lo negaba todo. Defender mis tierras de «buitres» que se hacían pasar por amigos de tu abuelo y que viendo a dos mujeres solas nos creían presa fácil. Le eché más redaños que un hombre y salimos adelante. Los del pueblo tuvieron que quitarse el sombrero ante mí. Me pusieron de apodo » la Carrasca» pues como est a encina yo era pequeña y resistente…”

¡Cómo admiraba a mi abuela! A pesar de todas las adversidades sonreía a la vida con gran optimismo. Tenía el estómago bastante fastidiado y andaba siempre con el bicarbonato a cuestas. La mayoría de las noches las pasaba consumida por el dolor lacerante de la úlcera. Al día siguiente se levantaba y sin emitir una sola queja, seguía realizando sus faenas como si nada, con una valentía encomiable. Tan sólo le abatía una cosa, no saber leer ni escribir. Por eso siempre me alentaba en mis estudios. «No hay cosa peor que la ignorancia, hija mía, estudia y nadie te engañará», solía decirme con su prudente criterio…

El día de Jueves Lardero, tres días antes del Miércoles de Ceniza, se celebraba el día del palmo. Era una fiesta más bien des niños. Los cuales marchábamos con nuestro palmo de chorizo (de ahí el nombre) a algún lugar apartado del pueblo. Entre juegos y risas devorábamos con excelente apetito la sencilla merienda. Con este día daban comienzo los carnavales (aunque no recuerdo haberlos celebrado nunca) para dar paso a la Cuaresma, tiempo de abstinencia, arrepentimiento y meditación.

Recuerdo especialmente el Domingo de Ramos. La iglesia aparecía llena de ramos de olivo y los niños portábamos el nuestro, adornado con todo tipo de atrayentes golosinas, que a duras penas resistían hasta la salida de misa. Este domingo abría paso a la Semana Santa. En una de las capillas de la Iglesia se levantaba el Monumento, adornado con candelabros y macetas que dejaban una nota floral en el aire. A partir del Jueves Santo por la tarde las campanas enmudecían. El silencio se abatía por el pueblo como una pesada losa y era profanado tan solo por el ajetreo de las matracas que los monaguillos agitaban enérgicos mientras recorrían las calles al grito de: «A los oficios el primer toque…” Los feligreses asistían con gran recogimiento a la conmemoración de la Pasión y Muerte de Cristo. El Vía Crucis se iniciaba camino del Calvario y un anónimo Cirineo con túnica morada y rostro cubierto, sostenía durante el recorrido la pesada Cruz. El cura hacía un alto nombrando las distintas estaciones para proseguir en medio de cánticos y alabanzas: «Por vuestra Pasión Sagrada…» y el de «Perdón, ¡oh Dios mío!…» Recuerdo que, en medio de la solemnidad del acto, mis amigas y yo teníamos que taparnos la boca para evitar que se nos escapara la risa, pues, cuando todos habían terminado de cantar, mi abuela Consuelo todavía proseguía lanzando sus gorgoritos sin enterarse de nada. ¡Pobre abuela, qué sorda estaba!