Autora: Mª Teresa Pérez Calvo.

En el mes de mayo celebrábamos el mes de María. Solíamos bajar al barranco donde los espinos habían florecido con unas delicadas y olorosas flores blancas. Con unas tijeras de podar cortábamos largos tallos, para ponérselos en forma de arco a la Inmaculada de la escuela y a la de la iglesia, mientras entonábamos el «Venid y vamos todos…»

El campo en plena primavera estaba precioso con sus árboles en flor y las variadas florecillas silvestres llameando con sus vivos colores. Los pájaros surcaban el cielo mostrando su volar majestuoso y dejando oír sus alegres trinos; y el aire se llenaba de una aromática fragancia que extasiaba los sentidos.

Mi abuela solía mandarme a recoger hierba para los conejos.

-Toma el canasto y la azadilla y ten cuidado no pises los huertos -me advertía antes de salir.

Junto a mi amiga Paquita, recorría los ribazos de los huertos, dedicadas con afán a recoger la fresca hierba, pera regresar con los canastos de mimbre tan llenos que apenas podíamos moverlos. Algunas veces nos sorprendía el zigzagueo de una culebra. Yo las ignoraba por completo y seguía mi camino, pero, Paquita tiraba el canasto y organizaba un gran alboroto con sus chillidos. Terminábamos matándola a pedradas si antes no se ocultaba entre las piedras… pero como yo decía: «no las molestes y no te harán nada».

Yo disfrutaba en el campo, en la huerta, respirando sus emanaciones: el olor de la tierra mojada por el riego, el de la alfalfa (o alfarce, como allí se decía) recién segada, el de las hortalizas…, eran olores característicos que con sólo cerrar los ojos parecen llegar hasta mí. Las hortalizas, las legumbres, tenían auténtico sabor cultivadas con abonos naturales. Una de las cosas que más me gustaba realizar era llevar el almuerzo a mi padre cuando estaba trabajando en la Parra, el Cerradillo, el Puente o los Allagares… Lugares de la huerta próximos al pueblo, pero, que le hubiesen robado un tiempo precioso de haber venido a casa. Así que yo, con el taleguillo y la bota de vino marchaba a llevarle el almuerzo como una Caperucita cualquiera.

Su figura inclinada en la tierra o con el arado, eran imágenes que no sólo las recuerdo, sino que no creo que jamás las olvide. Las clásicas camisas azules al igual que los pantalones de loneta también en azul y las albarcas, junto con el sombrero de paja, eran la indumentaria de trabajo de los labradores. En el caso de mi padre bajo el mítico sombrero, asomaban sus sienes plateadas (desde muy joven brotaron las canas en su pelo negro) y un sudor perlado cubría su frente oscura. Tenía y tiene unas cejas muy pobladas, bajo las cuales brillaban con fuerza sus ojos verdes, su nariz era recta y el mentón firme, con una barba que asomaba punzante aún apenas rasurada. Me gustaba compartir su almuerzo sentados sobre la frondosa hierba, contemplando el bullir de la naturaleza y escuchando el murmullo del agua del barranco, donde mi padre ponía a refrescar la bebida. Esos momentos compartidos con él los recuerdo con gran cariño.

Los cielos azules del otoño se cubrían de nubes y el cierzo helado era el dueño y señor de todo el contorno ¡y cómo lo demostraba! su silbido encolerizado entre rendijas y huecos se prolongaba como un eterno lamento, soplaba endemoniado desatando su agresiva furia interna. Las hojas de los árboles caían con cada nueva embestida y el suelo se cubría con una alfombra, verde amarillenta, marrón. Mi padre por la noche atrancaba la puerta con un timón de madera, para que ésta resistiera sus furiosas acometidas. La familia se arremolinaba al amor de la lumbre donde borboteaba incesante el puchero con la cena. El aire solía derribar algún poste de la luz y por varias horas nos veíamos privados de la electricidad.

Mi abuela buscaba presurosa el candil y lo colgaba en el techo. Su luz mortecina alumbraba oscilante proyectando sombras fantasmagóricas en la pared. También las brasas del hogar difundían un leve resplandor, un parpadeo que se apagaba y se encendía al consumirse la leña lentamente.

Aunque en el otoño también se alternaban los días cálidos, los llamados Veranillo de S. Miguel o S. Martín, que eran aprovechados por las plantas para echar sus últimas flores.

En el campo se recolectaban las almendras. Mi padre batía las ramas sacudiéndolas enérgico con la larga vara. Una lluvia de almendras y hojas se desparramaba sobre las lonas extendidas en el suelo, mientras mi abuela, mi madre y yo, recogíamos pacientemente las que saltaban fuera de la tela.

Poco después comenzaba la vendimia. En alguna ocasión me llevaron a la viña. ¡nunca venían mal dos brazos más! También solían venir, según el campo que fuera, mi abuelo Sebastián y mi abuela Consuelo. Salíamos de noche para hacer el largo trayecto y llegar a la viña con los primeros albores de la mañana. Las cepas todavía cubiertas por el rocío nocturno mojaban nuestras ropas y pies. Con gran rapidez y habilidad se cortaban los racimos de uvas y cada uno llevaba su campal. Cuando el cesto estaba lleno lo echábamos a los cuévanos, en tomo a los cuales se arremolinaban zumbonas un tropel de avispas. Las manos se ponían negruzcas y pegajosas con el mosto de la uva. Yo enseguida preguntaba que cuándo parábamos a almorzar, no tanto por comer como por descansar un rato. En casi todos los campos había unas cabañas de adobe y piedra, que servían para refugiarse tanto del frío como del excesivo calor. Es curioso, pero no consigo recordar si cuando ayudaba en la vendimia, faltaba a clase o si era sábado o domingo. Me inclino por esto último, no creo que mi madre me excusara de mi deber con la escuela. En cambio, recuerdo cómo durante el recreo bajábamos los chicos corriendo las callejas para ir al S. Antonio, donde descargaban las uvas y un tal Javier, hijo de Pepe Luis el de Jarque que era el comprador, las pesaba en una enorme báscula y cuando estaba libre nos pesaba a nosotros también. En las bodegas se observaba una febril actividad con el prensado de la uva, que tras laboriosos procesos de fermentación, daría lugar al rojo y oloroso vino.

En el mes de diciembre, los olivos habían madurado su fruto y se procedía a la recogida de la aceituna que luego nos cambiaban por su equivalente en aceite. Algunos años se adelantaban las nevadas y su recolección se efectuaba en precarias condiciones.

Con la nieve el pueblo parecía una postal de Navidad ¡qué inviernos! Recuerdo cómo los niños, nos subíamos a la ventana más alta de la casa vara coger aquellos chuzos colgantes que chupábamos con verdadero deleite, como si del mejor helado se tratara. ¡Qué bonitos y adornados quedaban los tejados con aquellas estalactitas cristalinas! Entonces con las botas de goma puestas nos adentrábamos en la inmaculada nieve, y hacíamos apuestas para ver quién era el que llegaba al sitio más hondo.

¡Cuántas veces se nos llenaban las botas de nieve! Y qué bolazos nos lanzábamos riendo con gran regocijo si en alguno de nosotros hacíamos blanco. Cuando cansada de jugar volvía a casa con la cara y manos completamente enrojecidas por el frío, y totalmente empapada, aguantaba estoicamente la regañina de mi madre que rápidamente me guitaba la ropa y la ponía a secar al pie de la chimenea.

Un poco antes de las nevadas a principio del mes de diciembre, se celebraba el día de Santa Lucía. En el pueblo era una tradición ir a un monte al que llamamos la Selva, a recoger un haz formado por romero y estepa. Luego, ya cerrada la noche, en cada una de las calles, sobre todo en la plaza donde se formaba la más grande, se encendían enormes hogueras y cada vecino lanzaba su haz al fuego. Las ramas de los arbustos crepitaban retorciéndose y las llamas se elevaban imperiosas hacia el azulado cielo. El aire expandía por todo el pueblo las notas aromáticas dejadas por el romero. Los mozos saltaban por encima del montículo de fuego atravesando las Ilamas; mientras que los viejos ponían sus rostros con los ojos bien abiertos en el humo, para que Santa Lucía les conservara la vista. ¡Lo que son las cosas!

Los chicos hincaban en un palo largo suelas de alpargata, las encendían en la hoguera y recorrían las calles dándonos a las chicas algún que otro susto. Después, cuando sólo quedaban las rojas ascuas brillando en la oscuridad de la noche, las mujeres asaban patatas y hacían un delicioso chocolate. La fiesta se prolongaba hasta las primeras luces del alba. Tras recoger las cenizas permanecía un gran círculo ennegrecido que duraba varios días.

Las vacaciones navideñas, que eran las primeras del calendario escolar, las recibíamos los niños con verdadera alegría. Por estas fechas se iniciaba la matanza del cerdo, eso sí, guardando el precepto de los días festivos, en los que, como fieles cristianos, se acudía a cumplir devotamente con la Iglesia. Las faenas de la matanza duraban unos tres días y las familias se ponían de acuerdo para ayudarse. Desde que despuntaba el alba, en la casa se organizaba tal trajín, que terminaba por levantarme y enseguida se me encomendaba alguna tarea. En la calle hacían una gran fogata, en ella colocaban unas enormes trébedes (estruedes las llamaban allí) y sobre ellas un amplio caldero de cobre lleno de agua. Constantemente se echaban aliagas al fuego para mantener el agua hirviendo y yo era la encargada de acarrear pozales que traía de la balsa, para restituir la que se gastaba. Normalmente se mataban dos cerdos. En un tosco banco de madera, el matarife ayudado por mi padre, abuelo y tío, tumbaban al cerdo; el cual, intuyendo su trágico final se resistía emitiendo quejumbrosos gruñidos. La hoja de acero entraba limpiamente en la garganta del animal y un surtidor de sangre roja fluía entre violentos estertores, para caer en un terrizo de barro, donde con gran habilidad, mi abuela Pía la recogía dando vueltas incesantemente con la mano, para evitar los coágulos… Todavía al evocarlo siento la misma náusea, que de forma indefinida me atenazaba el estómago. Tras el desangrado, los hombres provistos de una cazoleta de hierro en la mano derecha y un puchero en la izquierda, recogían agua hirviente del caldero y la echaban por el cuerpo inerte del animal, procediendo a su pelado.

La enorme hoguera y los vapores que desprendía el agua, mitigaban un poco el frío reinante. En la calle, un pequeño río de agua roja se deslizaba dejando emanaciones de sangre en el aire. Una vez pelados los cerdos, se cogían por las patas traseras y se colgaban en el patio. El matarife, casi siempre era «el Pascual», los abría en canal y les sacaba los mondongos, que en sendos baldes de cinc, mi madre, mis dos abuelas y mi tía Feli, iban a lavar al barranco. El agua gélida amorataba sus manos entumeciéndolas, de cuando en cuando, las sumergían en un recipiente con agua caliente que conseguía activar de nuevo la circulación sanguínea. En medio de un hedor insoportable, el agua arrastraba el vaciado de las tripas, que se lavaban minuciosamente para su posterior uso.

El suelo de la cocina se llenaba de artesas de madera; primero una en la que se mezclaban arroz cocido y sangre para hacer las morcillas. Otra en la que se amasaba miga de pan, también con sangre, y se hacían las bolas. Y en las restantes estaban las morcillas de hígado, gueñas o guarreñas, el chorizo y la longaniza, todo ello amasado para su posterior relleno en los anchos. La casa se impregnaba de fuertes aromas de especias, carnes y grasas; y yo, andaba con el estómago siempre revuelto sin por ello dejar de ayudar en las faenas. Durante un tiempo, los techos de la cocina primero y los del granero después, quedaban adornados con hileras de ristras del variado embutido, hasta que una vez oreado, se conservaban en tinajillas de barro llenas de aceite.

Las campanas de la torre de la Iglesia llamaban a los feligreses con sonido festivo. Es curioso cómo su tañido podía ser alegre o triste, según el acontecimiento. El interior de la Iglesia tiene forma de cruz latina. En los primeros bancos de la nave central se sentaban las mujeres con los velos y mantillas de encaje negro cubriendo sus cabezas y parte del rostro; en la parte posterior los hombres, con la boina sobre sus rodillas. Situadas en la parte derecha del crucero, estábamos las niñas y en la izquierda algunas abuelas, otras tenían su propia capilla.

Recuerdo que ni el gorro de lana, ni la bufanda, ni el abrigo de cuadros ¿rojos? conseguían quitarme el castañeo de dientes y mis pies dentro de los zapatos de negro acharolado se quedaban a pesar de los gruesos leotardos, totalmente congelados. Yo escuchaba atenta toda la historia del nacimiento de Jesús en Belén y me ponía tristísima pensando en el frío que tuvo que pasar allí en el pesebre… Al final de la misa se pasaba a adorar al Niño en medio de alegres villancicos. La voz grave de D. Ángel y el tono agudo de la de mi madre, se elevaban armoniosas formando un dúo perfecto cuya resonancia se expandía por todo el templo.

En estos días no faltaba el clásico turrón. La abuela se quejaba de tener malos dientes, pero no le gustaba el turrón blando sino el duro y con un pequeño trozo se eternizaba dándole vueltas en la boca.

En la radio, yo oía cada tarde a una señora hablar con Pinzón, un pajarito emisario de los Reyes Magos, que viajaba observando a los niños para ver si eran buenos o malos; a los primeros les dejarían juguetes y a los segundos, carbón. Mientras lo escuchaba no podía dejar de pensar en todas las travesuras cometidas a lo largo del año y temerosa pensaba la que en mi ventana dejarían sus majestades de Oriente.

Y ¡por fin llegaba la tan ansiada Noche de Reyes! Yo la pasaba insomne preguntando a cada momento si ya habían llegado y mis padres deseando poder dormir tranquilos terminaban diciendo que sí, que ya estaban los regalos. Entonces saltaba de la cama y corría a la ventana de le sala, donde había dejado mis zapatos con cebada para los camellos. ¡Lo que era la ingenuidad infantil! pero no era en le ventana, sino dentro, donde estaban los regalos. Los Reyes Magos que pasaban por mi casa eran muy prácticos, me traían: una cartera nueva, pinturas, algún pijama u otra prenda que necesitara y casi nunca juguetes.

Al día siguiente mi primo José Antonio y yo bajábamos a casa de nuestra abuela Consuelo, donde invariablemente todos los años dejaban dos platos con idéntico contenido: Una tableta de chocolate, cuatro o cinco galletas de vainilla y cinco duros. Así y todo, nos hacía muchísima ilusión y agradecíamos a los «Reyes» aquella golosina que duraba lo que un suspiro.