Autora: Mª Teresa Pérez Calvo.
Los recuerdos de mi infancia afluyen a mi mente a saltos, sin ningún orden cronológico en el tiempo, pues, no creo que nadie sea capaz de recordar su vida año tras año tal como fue.
En esta confusa mezcla de vivencias que afloran por salir y desde donde la memoria me alcanza, mi mente retrocede en el tiempo hasta trasladarse a un pequeño pueblo de la región aragonesa: «Oseja», donde yo nací; con sus casas de blanco encalado y sus balcones llenos de floridas macetas, que ponían una nota de color en las sencillas fachadas…
Como cada mañana la abuela trenzaba su largo cabello plateado para terminar enroscándolo en un laborioso moño, que, en aquellos tiempos era el peinado que usaban todas las mujeres mayores. Era un ritual que yo veía cada día antes de ir a la escuela. Sentada en una silla baja de mimbre en el patio de la casa, que ante la carencia de cuarto de baño era el lugar en que todos realizábamos nuestras abluciones, yo contemplaba fascinada aquella cascada blanca y brillante que le llegaba hasta la cintura y que por unos momentos ocultaba su rostro, mientras el peine trazaba una limpísima recta en el lado izquierdo. Aquel recogido enmarcaba el óvalo de la cara realzando sus delicadas facciones y la suavidad de la piel, surcada de finísimas arrugas que se acentuaban sobre la frente, bajo la cual, aparecían unos ojos agrisados, vivos y alegres. Era una mujer pequeña y regordeta, tenaz y luchadora, con una fuerza de espíritu que fluía por cada poro de su piel. Siempre cavilosa, siempre atareada…
Así era esta mujer a la que va unida mi infancia, un ser excepcional, maravilloso y entrañable. Ella era mi abuela… mi querida abuela Pía.
A primeras horas de la mañana, la casa se llenaba del delicioso aroma del café recién hecho. Mi madre me preparaba un tazón de leche humeante y le añadía un poquito de este café, una vez pasado por un colador de tela. La abuela preparaba unas rebanadas de pan a las que añadía, tras tostarlas en la sartén, azúcar y canela, las cuales yo engullía con un apetito voraz. Si tenía tiempo, mi madre me dejaba moler el café en un viejo molinillo de latón. Me encantaba darle vueltas a la manivela y ver cómo los granos quedaban reducidos a polvo.
-¡Vamos, qué vas a llegar tarde! -apremiaba mi madre, escudriñando mis orejas, para ver si estaban limpias. Echaba unas gotitas de colonia sobre mi pelo, me arreglaba los lazos de mis trenzas y con un sonoro beso nos despedíamos.
Yo cogía la cartera y salía de la casa como un torbellino. Mi madre era y es, una mujer pulcra y meticulosa que tenía la casa, a pesar de ser una casa de labranza, como una tacita de plata de tan refregada. Era de estatura mediana y modales suaves, que contrastaban con la rudeza de las mujeres del campo. Tenía el cutis delicado como una porcelana y una mirada dulce y tierna en sus ojos azules. Su boca se abría con frecuencia para irrumpir en carcajadas, pues tenía un carácter vivo y alegre, ¡Y qué bien cantaba! Poseía una voz preciosa que se extendía por toda la casa en jotas y coplillas con las que amenizaba sus tareas domésticas. A pesar de los años apenas ha cambiado…
La escuela estaba cerca de mi casa, aun así, yo bajaba la calle como un rayo, aminorando ligeramente la carrera para echar vistazo al reloj de la torre de la iglesia y comprobar si iba bien del tiempo. La puerta que daba acceso a las escuelas guardaba también otras dependencias. Nada más entrar, justo enfrente estaba el calabozo; a mí me resultaba un poco sombrío tenerlo allí precisamente, pero como siempre lo veía cerrado, terminé por ahuyentar mis temores, ya que, en lo que yo recuerdo, jamás tuvo que ser encerrado nadie. Subiendo la escalera en la primera planta, había un amplio descansillo donde estaba la puerta de entrada al ayuntamiento. Un pequeño ventanillo iluminaba el habitáculo y nos servía a los niños para jugar a la pelota. Abajo, desde la calle, uno de nosotros intentábamos colársela al que asomado arriba tenía que pararla. En el rincón de la derecha de este mismo recinto estaba el cuarto del serrín que también servía de trastero de la escuela. Un cuadro trazado en el suelo de cemento nos servía para jugar a las niñas mientras llegaba la maestra, o en el recreo en los días de lluvia. En la segunda y última planta estaban las escuelas.
El aula izquierda, la de las niñas, tenía forma triangular; en uno de sus vértices estaba la mesa de la maestra, era de madera pintada de negro. Sobre ella un viejo tintero de cristal hacía las veces de pisapapeles; al lado una gruesa enciclopedia y un atlas. En el lado izquierdo de la pared estaba la pizarra y en el derecho, ¡cómo no!, colgaban dos fotografías, una de Franco y otra de José Antonio. Entre la pizarra y los retratos se alzaba una peana dorada con la imagen de la Inmaculada. Al lado de la puerta había un viejo armario con hojas de cristal, conteniendo algunos libros: El Quijote, una colección completa con la vida de las reinas de España, dos diccionarios, un libro de poesía de Bécquer y poco más. Encima del armario se guardaban enrollados los mapas.
El aula de la derecha era la de los niños, de las mismas características, pero más amplia y de forma rectangular. Y fue definitivamente la que todos compartimos debido al bajo número de niños que quedaron en el pueblo.
Durante la época invernal, cada semana, dos niños entrábamos un cuarto de hora antes en la escuela para encender la estufa. Era de forma cilíndrica y de hierro, con unos largos tubos que primero ascendían verticales hasta el techo y luego mediante la unión de un codo, continuaban en horizontal hasta salir al exterior. Yo sujetaba el palo y lo colocaba en el epicentro de la estufa, era largo y de unos ocho centímetros de grosor; mi compañera echaba el serrín, mientras yo con otro palo daba golpes y lo apretaba. Era una tarea sencilla, pero había que realizarla bien, ya que, el serrín no estaba bien apretado, al quitar el palo del centro se venía todo abajo. Así qué, una vez la estufa llena, con sumo cuidado sacaba el palo del interior y quedaba el agujero vacío en el centro. Luego se sacaba el cajetín que se hallaba en la base de la estufa y se introducía por él un papel ardiendo; si el serrín estaba bien seco prendía con facilidad y la clase se caldeaba poco a poco. Aun así, en los días más crudos del invierno, los niños nos traíamos unas latas provistas de un asa de alambre llenas de ascuas, a las que añadíamos un polvillo de sal para mantenerlas у que reconfortaban cálidamente nuestros helados pies.
Por la clase de las niñas desfilaron un rosario de maestras, cada curso había una distinta; con lo cual, nuestro baremo intelectual subía o se estancaba según la capacidad de la maestra de turno. Los chicos en cambio eran simplemente afortunados, su maestro vivía en el pueblo.
Don Ángel, el maestro, era un hombre admirable. Tendría unos cuarenta y tantos años, alto, de complexión recia, el pelo cano, la frente despejada, la nariz recta sosteniendo unos lentes tras los cuales asomaban unos ojos de mirada aguda y penetrante.
¡Cómo amaba la enseñanza! Las pocas veces que por ausencia de la maestra pasábamos a su clase, no podía menos que envidiar a los chicos. Recuerdo que sus manos tenían un ligero temblor y para escribir sujetaba la mano derecha con la izquierda, aun así, en su hermosa caligrafía quedaba plasmado un suave ondulado. ¡Es curioso los detalles que puede una retener en la memoria y en cambio lo que cuesta sacar otros a flote! Se decía que ese temblor le había quedado de cuando la guerra civil; él era muy joven y se lo llevaban en un camión, junto con otros, para fusilarlo. Gracias a Dios logró saltar y se escapó. No sé si será verdad o un chisme más de los muchos que siempre han circulado por el pueblo.
Las maestras, todas, nos preparaban para ser unas perfectas amas de casa. La escuela en el horario de tarde estaba dedicada a la costura, a mí no se me daba mal y tengo bonitos juegos de cama bordados, pero… ¡cómo detestaba las labores de aguja! Menos mal, que en los últimos cursos hubo también dibujo y manualidades con lo cual el horario de la costura se redujo bastante; también afortunadamente, los castigos que nos infligían por las faltas cometidas se fueron suavizando conforme los años iban trayendo aires más modernos, más justos y libres.
La vara de mimbre con la que se daba por válido aquello de que “la letra con sangre entra”, la regla golpeando la palma de la mano o el ponernos de rodillas con los brazos en cruz, sosteniendo una pila de libros en precario equilibrio como si fuésemos una balanza, fueron trocados por los de «copiarás mil veces soy una desobediente», que a mí me parecía una auténtica pasada; y con la Srta. Mª Pilar, que fue un cielo de maestra, en copiar la lección, que eso sí era un castigo eficaz, porque así al menos nos la aprendíamos que daba gusto.
De esta maestra guardo un grato recuerdo, fue con la que acabaron mis años escolares. Era joven, alegre y dinámica; y con ella se revolucionó bastante la escuela tradicional.
Lo primero que hizo fue pintar unos lindos dibujos que alegraron las desnudas paredes. Nos introdujo la gimnasia en la escuela, pero, para evitar andar trajinando con Las mesas, nos desplazábamos a una de las eras del pueblo y allí ejercitábamos un poco los músculos.
También hicimos dos obras de teatro, la primera la representamos allí mismo en la escuela y vino a vernos mucha gente del pueblo; con la segunda fuimos hasta un pueblo vecino, Aranda, cuyo salón de baile fue testigo de nuestro éxito con la obra «Hambre atrasada» que ese era el título y en la que yo representaba a un tal Perengánez, que venía a ser algo así como el Carpanta de los tebeos. Con el dinero que recogimos nos marchamos de excursión a Soria. ¡Y no fue la única!
Le gustaba llevamos al campo, pues era una andarina incansable y enseñarnos nuevas canciones dejando atrás, muy atrás, aquel ancestral «Cara el sol…» con sus connotaciones de sangre y aquellas «Montañas Nevadas» por otras más alegres y sin otra pretensión en su letra que no fuera divertir. Recuerdo aquella que con una musiquilla pegadiza cantaban nuestras gargantas desafinadas:
Desde el Ebro hasta el Guadalquivir
se oye un grito alegre y hermoso
que viva el cuadrado de pi
y el sulfato hipocloroso
trabajamos con mucho tesón
conocemos el cubo y su volumen
bailamos con garbo el charlestón
si nos cansamos, descansaremos el lunes…